viernes, 23 de septiembre de 2011

Realismo cristiano frente al relativismo del siglo XXI.

   Del viaje del Santo Padre, por tercera vez, a su tierra natal se ofrecerán crónicas para todos los gustos: "existe el viaje real, y el viaje que nos contarán los medios", ha advertido muy oportunamente el cardenal Walter Brandmüller.
    En la mañana de ayer, 22-09-2011, llegó el Papa a Berlín, siendo recibido por Christian Wulff. el presidente de la República, Angela Merkel, la canciller federal, y el gabinete ministerial en pleno. Y, por la tarde, según Zenit, “sorprendió hoy a los políticos alemanes reunidos en el Bundestag con la propuesta de lanzar un debate sobre si verdaderamente existe o no un orden moral objetivo en la naturaleza y en el hombre, que pueda considerarse fundamento de las leyes. El Pontífice quiso abrir el debate sobre si existe o no una ley moral natural, concepto aceptado universalmente hasta hace unas décadas, y que hoy, reconoció, “se considera una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término”.
    El Santo Padre no se ha mordido la lengua para hablar alto y claro sobre la esencia y carácter de ese  Realismo Cristiano que presenta a la Ciudad de Dios como un real ennoblecimiento de la “Ciudad de este Mundo”.  Es la hora de las personas de buena voluntad, las únicas que, de momento, abren los oídos y el corazón al compromiso por mejorar lo mejorable; sal de la tierra y luz del mundo, diseminadas por aquí y por allá con la “señal de Dios” en el alma, ese secreto reducto personal que solamente Dios conoce, pero que, a la vista de las obras de los unos y de los otros, nos invita a considerar a la Humanidad dividida en tres tipos de personas (no en “dos clases”, tal cual sigue dividiendo al mundo el periclitado Marxismo): las personas de buena voluntad, las de mala voluntad y las arrastradas y víctimas de la “corriente relativista”, las mismas que distraen a tantos y tantos políticos con lo superficialmente sugestivo, con lo inmediato de colorido alienante, con lo descomprometedor, con el producto de tres siglos de gratuita especulación filosófica, con sofismas o soflamas al estilo de “todos son iguales”, “el otro es malo, luego yo soy bueno”, “que lo arreglen los otros”….
    El Santo Padre piensa y obra como representante de Cristo en la Tierra, e, imbuído de realismo cristiano, vive empeñado en mejorar lo mejorable sintiéndose siempre necesitado de la fuerza del Espíritu y con la prudencia precisa para no desbarrar ante cualquier delicada o complicada situación: sin duda que está en este mundo sin ser de este mundo.
    Siguiendo a la prensa de estos días, vemos que,  ante el presidente Wulff,  el Papa realiza una cita significativa del gran obispo y reformador social Ketteler: "la religión necesita de la libertad así cómo la libertad tiene necesidad de la religión", y recuerda que la República Federal, surgida del trauma del nazismo y de la guerra, ha llegado a ser lo que es gracias a la fuerza de la libertad plasmada por la responsabilidad ante Dios y ante el prójimo.
    Dice el vaticanista Magíster que el discurso ante el Bundestag ha sido la tercera gran lección del pontificado, tras Ratisbona y París. Es verdad. Aquí el Papa teólogo nacido en Baviera ha mostrado toda la potencia de razón que posee la fe cristiana, ha roto todos los esquemas, ha descolocado a propios y extraños. Su gran tema ha sido el de los fundamentos éticos del Estado liberal democrático y lo ha desarrollado en un discurso chispeante, con guiños de humor a la bancada, pero con el aplomo, la densidad y la frescura de los grandes Padres de la Iglesia o de los grandes maestros medievales.
    En el templo de la democracia el obispo de Roma ha explicado que en la política "el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho", porque sin esto, parafraseando a San Agustín, no hay diferencia entre el Estado y una cuadrilla de bandidos. Y no ha temido recordar lo que sucedió en ese mismo espacio durante el nazismo, cuando el Estado se convirtió en instrumento para la destrucción del derecho, para rendir homenaje a los combatientes de la resistencia que prestaron un gran servicio a la humanidad.
    Y el Papa lanza su primer gran desafío: "en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los criterios de su orientación". Entonces describe un momento crucial para la historia de occidente, cuando los teólogos cristianos rechazaron un derecho basado en la revelación divina y se pusieron de parte de la filosofía, reconociendo la razón y la naturaleza como fuente jurídica válida para todos.
   El Papa concluyó afirmando que la cultura en Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma, un encuentro que ha fijado los criterios del derecho, y defenderlos frente a un positivismo salvaje que nos hace ciegos y sordos a la vida en toda su riqueza, es nuestro deber en este momento histórico.
    La Europa de hoy no es ni puede ser la víctima de un nuevo Hitler, un  loco que, en inoportuna recreación del superhombre de Nietzsche,  se creyó a sí mismo por encima del bien y del mal, algo así como una especie de diosecillo imbécil, que sueña con ver a todo el mundo besándole los pies. Claro que la fuerza un tipo así descansaba en la multitud de los relativistas de entonces y en una cohorte de satélites de “mala voluntad” siempre dispuestos a venderse a la voluntad y caprichos del "amo", "caiga quien caiga".
    Ello es algo que quiso evidenciar y contra lo que nos previno el Santo Padre en su memorable visita al campo de concentración y exterminio de Auschwitz,  uno de los testimonios de hasta dónde puede llegar la degradación humana cuando reniega de la propia naturaleza hasta convertirse en verdadera bestia para los de su especie.

martes, 6 de septiembre de 2011

LA BELLEZA, CAMINO HACIA DIOS

El verdadero artista busca el más allá de lo que ven sus ojos  o perciben sus oídos: se deja arrastrar por el ansia de plenitud hasta el punto de que puede llegar a “maquillar” genialmente a la propia Naturaleza, en cuanto “no reduce los horizontes de la existencia a la mera materialidad”. Es lo que nos hace ver el Santo Padre Benedicto XVI, para quien el arte es “una puerta abierta hacia el infinito”.  Bien recordamos los españoles sus expresivas palabras al celebrar la Misa en la famosa Sagrada Familia de Antoni Gaudí en noviembre de 2010:  “Al contemplar la grandiosidad y la belleza de ese edificio, que invita a elevar la mirada y el alma hacia lo Alto, hacia Dios, recordaba las grandes construcciones religiosas, como las catedrales del Medioevo, que marcaron profundamente la historia y la fisionomía de las principales ciudades de Europa”.

Fue el beato Juan Pablo II quien, proclamó patrono de los artistas al beato fray Angélico, modelo de perfecta sintonía entre fe y arte. Este arte que, según nuestro actual Santo Padre, en sus diversas expresiones, es un “camino privilegiado” para encontrar a Dios al romper con los límites de la razón humana para perderse en lo ultrasensible e infinito: “Quizás os ha sucedido, nos dice,  que ante una escultura, un cuadro, o algunos versos de poesía o una pieza musical, sentís una íntima emoción, una sensación de alegría, percibís claramente que frente a vosotros no hay solamente materia, un trozo de mármol o de bronce, un lienzo pintado, un conjunto de letras o un cúmulo de sonidos, sino algo más grande”, un algo que “es capaz de tocar el corazón, de comunicar un mensaje, de elevar el ánimo”. Y ello porque una obra de arte “es fruto de la capacidad creativa del ser humano, que se interroga ante la realidad visible, que intenta descubrir el sentido profundo y comunicarlo a través del lenguaje de las formas, de los colores, de los sonidos”.  A través del Arte podemos percibir “la necesidad de ir más allá de lo que se ve por  sed y  búsqueda de lo que nunca muere: es como una puerta abierta hacia el infinito, hacia una belleza y una verdad que van más allá de lo cotidiano”. En especial, el arte sacro puede ser un “verdadero camino hacia Dios, la Belleza suprema”. “Hay obras de arte que nacen de la fe y que la expresan haciendo “vibrar las cuerdas de nuestro corazón”.  

Así lo siente y lo dice el Santo Padre para quien multitud de “cuadros o frescos, frutos de la fe del artista, con sus formas, con sus colores, con sus luces, nos empujan a dirigir el pensamiento hacia Dios y hacen crecer en nosotros el deseo de acudir a la fuente de toda belleza”.
Son vivencias suyas que nos quiere transmitir y por ello nos invita  a que la visita a lugares de arte “no sea sólo ocasión de enriquecimiento cultural, sino que se pueda convertir en un momento de gracia, de estímulo para reforzar nuestro vínculo y nuestro diálogo con el Señor, para detenerse a contemplar -en la transición de la simple realidad exterior a la realidad más profunda que expresa- el rayo de belleza que nos golpea, que casi nos 'hiere' y que nos invita a elevarnos hacia Dios”.