miércoles, 23 de mayo de 2012

LA GUERRA, EL AMOR Y LA HISTORIA


Cuando, sin los tapujos del derrotismo relativista, repasamos la historia o,  de la mano de un científico, observamos los entresijos de la realidad material, podemos muy bien creer que evoluciona hacia mejor todo aquello que responde positivamente a las potencias del Amor: ¿Por ventura, no se aprecia ya un remedo de amor en la partícula más elemental cuando, siguiendo lo que Teilhard de Chardin llamó el Plan General de Cosmogénesis se “une y participa” en la formación de una realidad material superior? Para ello ha necesitado volcar hacia lo otro parte de su energía interior...  y sintonizar con la Energía Exterior, esa misteriosa fuerza  de  la que puede decirse que está permanentemente empeñada en abrir caminos de más‑ser a todo lo que opta por la Unión.
No obstante tan ilusionante hipótesis, que parte de la creencia de que cuanto existe es una irradiación de amor, son muchos los que, a lo largo de la Historia, han preferido aferrarse al supuesto de que, al principio de todo, está la animosidad o contradicción total: es decir, la guerra entre todos y contra todo en pura y simple imagen de desintegración total.
Entre los de la Antigüedad, el más celebrado de los promotores de esta singular y descorazonadora teoría es Heráclito el Obscuro, que vivió allá por el siglo V antes de J.C.: Defendía “que uno es siempre uno e igual a sí  mismo,  lo vivo y lo muerto, lo despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo.... todo se dispersa y se congrega de nuevo, se aproxima y se distancia”. Según ello el futuro es consecuencia de la permanente oposición entre realidades en permanente oposición porque “la guerra es la madre de todas las cosas” por la voluntad de un “dios que es el día y la noche, invierno y verano, guerra y paz, saciedad y hambre, un ser permanentemente igual y desigual”.  De ser ello así, carece de sentido conceder a las cosas un tilde de “energía interior” y no cabe la mínima responsabilidad al hombre puesto que no hay sitio para la libertad... mientras que “la Energía Exterior que mueve el mundo” obraría sin orden ni concierto.
Lo de la guerra como “madre de todas las cosas” cuajó fuerte en aquel apasionado defensor de Napoleón que fue Guillermo Federico Hegel, el mismo que nos ha legado  la cacareada dialéctica del amo y del esclavo con la Ley de Contrarios como soporte principal. Esto de la Ley de Contrarios entusiasmó al tanden Marx‑Engels   hasta el punto de que toda su producción intelectual, desde el “Manifiesto Comunista” hasta la “Crítica del Programa de Ghota” pasando por “Das Kapital”, gira en torno al dogma de que “la historia del Mundo es la historia de la lucha de clases” con singulares apuntes como el de que “la podredumbre es la fuente de la vida”, que dijo Engels.
Visto lo visto, ¿no resulta infinitamente más razonable el aceptar, CREER, que la partícula más elemental, por su mismísima razón de ser, estaba ya animada por una energía interna capaz de responder en armonía a la invitación de la Energía Exterior y que la positiva respuesta a tal invitación obedecía y obedece a la universal tendencia a lo más perfecto  por caminos de “unión que diferencia” (o personaliza)? Reconozcamos que lo que se une, más que perder su “esencia”, sigue siendo lo que era, pero en un escalón superior del ser.
Las cosas y fenómenos son tal cual son porque, en el mundo de la realidad, lo que progresa es a base de unión y complementariedad, no de confusión ni, mucho menos, de oposición: lo evidente en las partículas elementales, lo es en mayor medida en los organismos de más en más complejos. Analizado a través de los más avanzados medios de observación, un átomo muestra que es en la asociación como mantienen su relevancia y cumplen su función las minúsculas elementos que lo integran: aparecen diferentes y “necesitados” unos de otros hasta componer una realidad con mayor sentido o trascendencia; en escala ascendente, las realidades materiales continúan así hasta alcanzar la etapa de un ser capaz de amar sin contrapartida material alguna, capaz de reflexionar sobre su propia reflexión, capaz de vivir la formidable aventura de la libertad.
Hasta llegar al Hombre las distintas realidades materiales participan ciegamente en lo que, sin rebozo, puede llamarse “armoniosa y progresiva expresión de la Realidad” (¿evolución?). No hay “oposición de contrarios” ni guerra que se pueda llamar guerra hasta llegar al “homo sapiens” el único poblador del mundo que, en uso de su libertad con la capacidad de odiar o amar, puede llegar a  destruirse a sí mismo. No pocos autoerigidos en dioses de barro lo han intentado y lo siguen intentando al hilo de la estúpida creencia de que el otro solamente existe para besarle los pies; claro que, cuando no el estrepitoso fracaso, la propia muerte les condenó al ridículo. Lo peor de tales comportamientos es la emulación o envidia que despiertan a pesar de que todos podemos ver ampliamente demostrado que, además de la propia infelicidad,  ahí radica el origen de los enfrentamientos y guerras que, entre escasos paréntesis de sentido común y fraternal armonía, jalonan la historia de la Humanidad.
Ama y haz lo que quieras es la divisa  para que la historia que más nos afecta, la propia, sea la que puede ser según nuestras respectivas circunstancias. Obviamente, por ese amor se entiende sacar el mayor partido a la propia situación con el voluntario vuelco de las personales capacidades en el trabajo creador y solidario con la suerte de los demás.