Cuando, sin los tapujos del
derrotismo relativista, repasamos la historia o, de la mano de un científico, observamos los
entresijos de la realidad material, podemos muy bien creer que evoluciona hacia
mejor todo aquello que responde positivamente a las potencias del Amor: ¿Por
ventura, no se aprecia ya un remedo de amor en la partícula más elemental
cuando, siguiendo lo que Teilhard de Chardin llamó el Plan General de Cosmogénesis
se “une y participa” en la formación de una realidad material superior? Para
ello ha necesitado volcar hacia lo otro parte de su energía interior... y sintonizar con la Energía Exterior, esa
misteriosa fuerza de la que puede decirse que está permanentemente
empeñada en abrir caminos de más‑ser a todo lo que opta por la
Unión.
No obstante tan ilusionante
hipótesis, que parte de la creencia de que cuanto existe es una irradiación de
amor, son muchos los que, a lo largo de la Historia, han preferido
aferrarse al supuesto de que, al principio de todo, está la animosidad o
contradicción total: es decir, la guerra entre todos y contra todo en pura y
simple imagen de desintegración total.
Entre los de la Antigüedad,
el más celebrado de los promotores de esta singular y descorazonadora teoría es
Heráclito el Obscuro, que vivió allá por el siglo V antes de J.C.: Defendía “que
uno es siempre uno e igual a sí
mismo, lo vivo y lo muerto, lo
despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo.... todo se dispersa y se congrega
de nuevo, se aproxima y se distancia”. Según ello el futuro es consecuencia
de la permanente oposición entre realidades en permanente oposición porque “la
guerra es la madre de todas las cosas” por la voluntad de un “dios que
es el día y la noche, invierno y verano, guerra y paz, saciedad y hambre, un
ser permanentemente igual y desigual”.
De ser ello así, carece de sentido conceder a las cosas un tilde de “energía interior” y no cabe la mínima
responsabilidad al hombre puesto que no hay sitio para la libertad... mientras
que “la Energía Exterior que mueve el mundo” obraría sin orden ni concierto.
Lo de la guerra como “madre
de todas las cosas” cuajó fuerte en aquel apasionado defensor de
Napoleón que fue Guillermo Federico Hegel, el mismo que nos ha legado la cacareada dialéctica del amo y del esclavo con la Ley de Contrarios como soporte principal. Esto de la Ley
de Contrarios entusiasmó al tanden Marx‑Engels hasta el punto de que toda su producción
intelectual, desde el “Manifiesto
Comunista” hasta la “Crítica
del Programa de Ghota” pasando por “Das Kapital”, gira en torno al dogma de que “la historia del
Mundo es la historia de la lucha de clases” con singulares apuntes como el
de que “la podredumbre es la fuente de la
vida”, que dijo Engels.
Visto lo visto, ¿no resulta
infinitamente más razonable el aceptar, CREER, que la partícula más elemental,
por su mismísima razón de ser, estaba ya animada por una energía interna capaz
de responder
en armonía a la invitación de la Energía Exterior y que la positiva
respuesta a tal invitación obedecía y obedece a la universal tendencia a lo más
perfecto por caminos de “unión que diferencia” (o
personaliza)? Reconozcamos que lo que se une, más que perder su “esencia”,
sigue siendo lo que era, pero en un escalón superior del ser.
Las cosas y fenómenos son
tal cual son porque, en el mundo de la realidad, lo que progresa es a base de
unión y complementariedad, no de confusión ni, mucho menos, de oposición: lo evidente
en las partículas elementales, lo es en mayor medida en los organismos de más
en más complejos. Analizado a través de los más avanzados medios de
observación, un átomo muestra que es en la asociación como mantienen su
relevancia y cumplen su función las minúsculas elementos que lo integran:
aparecen diferentes y “necesitados” unos de otros hasta componer una realidad
con mayor sentido o trascendencia; en escala ascendente, las realidades materiales
continúan así hasta alcanzar la etapa de un ser capaz de amar sin contrapartida
material alguna, capaz de reflexionar sobre su propia reflexión, capaz de vivir
la formidable aventura de la libertad.
Hasta llegar al Hombre las
distintas realidades materiales participan ciegamente en lo que, sin rebozo,
puede llamarse “armoniosa y progresiva expresión de la Realidad” (¿evolución?).
No hay “oposición de contrarios” ni guerra que se pueda llamar guerra hasta
llegar al “homo sapiens” el único poblador del mundo que, en uso de su libertad
con la capacidad de odiar o amar, puede llegar a destruirse a sí mismo. No pocos autoerigidos
en dioses de barro lo han intentado y lo siguen intentando al hilo de la
estúpida creencia de que el otro solamente existe para besarle los pies; claro
que, cuando no el estrepitoso fracaso, la propia muerte les condenó al
ridículo. Lo peor de tales comportamientos es la emulación o envidia que
despiertan a pesar de que todos podemos ver ampliamente demostrado que, además
de la propia infelicidad, ahí radica el
origen de los enfrentamientos y guerras que, entre escasos paréntesis de
sentido común y fraternal armonía, jalonan la historia de la Humanidad.
Ama y haz lo que quieras es la divisa para que la historia que más nos afecta, la
propia, sea la que puede ser según nuestras respectivas circunstancias.
Obviamente, por ese amor se entiende sacar el mayor partido a la propia
situación con el voluntario vuelco de las personales capacidades en el trabajo
creador y solidario con la suerte de los demás.
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