La Iglesia, como “Esposa de Cristo” (Jn 3,29), cuenta con
santos que “viven en el mundo sin ser de
este mundo” (Jn 17,11-19) y es mantenida por la ayuda y “supervisión” del Espíritu Santo mientras que, como
organización, con “los pies en el suelo”, precisa una logística y un
mantenimiento no muy diferentes a los de las sociedades puramente terrenas, y,
por lo tanto, ha de contar con directivos (incluida la Jerarquía comandada por
el Papa), administradores y demás burócratas, todos ellos con su carga de
bondades y miserias.
La Historia de la Iglesia
evidencia que, pese a los altos y bajos en la moralidad de su burocracia, es
mantenida viva, muy viva por su Cuerpo Místico o Comunidad de los buenos
cristianos tanto de su Base como de su Jerarquía, fieles a Jesucristo en amor y
libertad.
Bajo palabra del mismo
Jesucristo (Jn, 14, 15-21), creemos que aun más viva y progresista seguirá la
Iglesia hasta el fin de los tiempos a pesar de la multitud de renegados de
cualquier esfera social que, con más o menos pasión, optan por adorar al
Becerro de Oro, símbolo de desafueros y vicios, para caer en la trampa de lo
intrascendente con sus adormideras del dinero fácil, la corrupción del poder y
las mil y una formas de degradación. Los buenos cristianos siempre harán de
contrapeso.
Por definición,
consideramos buenos cristianos a cuantos se aman (nos amamos) unos a otros como
Cristo nos ama (Jn. 15,9). Queda claro para ellos (para nosotros) que ese amor
ha de ser “paciente, servicial…, que no busca su interés, no se irrita, no
toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, se alegra con la verdad.
Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Cor 13,
4-7).
Es ese amor el que, a la
par que abre el camino de la felicidad a las personas de buena voluntad, pone
los cimientos a los mejores capítulos de la historia de la Humanidad, no sin
superar todas las dificultades que, en sentido contrario, oponen los egoísmos y
miserias de una parte de los llamados a ser protagonistas de esa misma
historia. Así se explican las luces y las sombras que jalonan la trayectoria
histórica de todas las instituciones humanas, incluida la Iglesia Católica,
cuya capacidad de convocatoria y de cohesión social, han sabido aprovechar para
sus propios fines no pocos reyes y señores de este mundo.
Los reyes y señores de este
mundo, recordémoslo, arrastran tras de sí el alienante tufillo del lujo y
desenfreno como fuerza que empuja a la adoración del Becerro de Oro (lo que los
clásicos han llamado auri sacra fames)
y convierte en esclavos incluso a una parte de los llamados a edificar la
Ciudad de Dios. De ello la Historia nos da ejemplos tanto más relevantes y
numerosos cuanto más el poder de la Iglesia se comprometió con las
instituciones de este mundo, llegando con harta frecuencia a confundir religión
con política. Así lo han hecho infinidad de líderes políticos y, también, no
pocos líderes religiosos: recuérdese a Manes, Arrio, Mahoma… y ¿por qué no? a
papas como Inocencio III, Alejandro VI, Julio II….
Conscientes de ese grave
peligro, no faltaron ni faltan laicos, sacerdotes, obispos, papas, doctores de
la Iglesia…, que, con la ayuda de Dios,
trataron y siguen tratando de facilitar el oportuno remedio, siempre bajo la
premisa de respetar una libertad que se hace necesaria para el fecundo
ejercicio de la responsabilidad en jefes y subordinados. En consecuencia,
obligado es reconocer que la Cristiandad ha contado con grandes líderes religiosos que han sabido mantener
en sus justos términos la práctica de todo lo que significa adorar a Dios y el
respeto debido al César: clásico ejemplo de ello nos lo dio San Ambrosio
cuando, siendo obispo de Milán, con el valor y libertad de los hijos de Dios,
recriminó y obligó a hacer pública penitencia por sus crímenes al más poderoso
de su época, el emperador Teodosio.
Entre los fervorosos
adoradores del Becerro de Oro y los buenos cristianos, que integran a la
verdadera Iglesia, no podemos obviar a los tibios, que “dan náuseas” (Ap 3,15-16) en cuanto nunca saben a que carta
quedarse y pasan su tiempo en señalar y no decidir, en decir que creen sin
acertar a definir en qué…, para, a la postre, convertirse en
el apoyo social de los que, decididamente, todo lo encauzan hacia sí
mismos. (Religión en Libertad, 20-6-12)
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