Tal como leemos en la Revista Buena
Nueva del 27-05-14, en línea con el “Aggiornamento” abordado por San Juan XXIII y el Concilio Vaticano II, SS Pablo VI dejó muy claro en su declaración Nostra Aetate del 28 de octubre de 1965:
En nuestra época, en la que el
género humano se une cada vez más estrechamente y aumentan los vínculos entre
los diversos pueblos, la Iglesia considera con mayor atención en qué consiste
su relación con respecto a las religiones no cristianas. En cumplimiento de su
misión de fundamentar la Unidad y la Caridad entre los hombres y, aún más,
entre los pueblos, considera aquí, ante todo, aquello que es común a los
hombres y que conduce a la mutua solidaridad…/
La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único
Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todo poderoso, Creador del cielo
y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran
someterse con toda el alma como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe
islámica mira con complacencia. Veneran a Jesús como profeta, aunque no lo
reconocen como Dios; honran a María, su Madre virginal, y a veces también la
invocan devotamente. Esperan, además, el día del juicio, cuando Dios remunerará
a todos los hombres resucitados. Por ello, aprecian además el día del juicio,
cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Por tanto, aprecian la
vida moral, y honran a Dios sobre todo con la oración, las limosnas y el ayuno.
Al respecto, no está de más recordar cómo el
libro sagrado de los musulmanes empieza con una oración en la que se pide a
Dios ayuda para proseguir el sendero hacia la paz y la felicidad eterna: “En el nombre de Allah, Clemente,
Misericordioso, Alabado sea Allah, Señor del Universo, Clemente,
Misericordioso, Soberano absoluto del Día del Juicio, Sólo a Ti adoramos y sólo
de Ti imploramos ayuda. Guíanos por el sendero recto. El sendero de quienes
agraciaste, no el de los execrados ni el de los extraviados”. (Sura 1,
1-7).
No se andaba por las ramas SS Pablo VI, cuando, en la citada Declaración
reconocía la filiación judía de los católicos:
Pues la Iglesia de Cristo reconoce
que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas,
en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios. Reconoce que
todos los cristianos, hijos de Abraham según la fe, están incluidos en la
vocación del mismo Patriarca y que la salvación de la Iglesia está místicamente
prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de esclavitud. Por lo
cual, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo
Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, por su inefable
misericordia se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se
nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo
silvestre que son los gentiles. Cree, pues, la Iglesia que Cristo, nuestra paz,
reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en
sí mismo. La Iglesia tiene siempre ante
sus ojos las palabras del Apóstol Pablo sobre sus hermanos de sangre, "a
quienes pertenecen la adopción y la gloria, la Alianza, la Ley, el culto y las
promesas; y también los Patriarcas, y de quienes procede Cristo según la
carne" (Rom., 9,4-5), hijo
de la Virgen María. Recuerda también que los Apóstoles, fundamentos y columnas
de la Iglesia, nacieron del pueblo judío, así como muchísimos de aquellos
primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo.
Es aleccionador el reciente y magistral ejemplo de SS Francisco celebrando
la Eucaristía en el lugar en el que nació Jesús en presencia del presidente
musulmán Mahmoud Abbas y “cuantos se esfuerzan por tener viva la fe”.
¿No es ya tiempo y ocasión para que los que nos llamamos católicos
reconozcamos que el verdadero enemigo de la paz y la prosperidad universal lo
representan los adoradores del Becerro de Oro y no los que, desde la sinceridad
del corazón adoran, adoramos, al mismo Dios?