
Recordemos cómo el Maestro nos da una magistral lección de sabiduría divina y, también, humana con su parábola del Rico Epulón, un pobre rico tan corto de cerebro que creía lograr el máximo de la felicidad comiendo como un cerdo y bebiendo hasta agotar sus reservas ¿no sabía el redomado tonto que los bienes materiales en exceso no producen más que hastío hasta que viene la muerte y nos coge con el pie cambiado? Todo ello mientras que Lázaro, el sabio de la parábola, vive en el amor y la libertad, es decir, en la felicidad asequible a los que ajustan su conducta a la voluntad de Dios. Procura no pecar y, por lo tanto, se esfuerza por entender el sentido de la propia vida: lo poco que llega a saber es, precisamente, lo que más conviene a su propia naturaleza y, por lo tanto, disfruta de la felicidad asequible todos los que, con buena voluntad, buscan lo mejor de lo mejor para sí mismos y el prójimo.
¿De qué te sirve ganar todo el mundo si pierdes el alma? fue la pregunta con la que San Ignacio de Loyola puso a San Francisco Javier en el camino de la verdadera sabiduría. Efectivamente, tal como ha dejado escrito el poeta Leonardo Castellani, “La ciencia más consumada/ es que el hombre en gracia acabe/ porque al fin de la jornada/ aquel que se salva, sabe/ y el que no, no sabe nada”.
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