miércoles, 20 de abril de 2011

Persistente sombra del Arrianismo

Ante la ola del actual relativismo adormecedor, es oportuno recordar que, ya en los primeros siglos de nuestra era, había gentes que se llamaban cristianas y negaban la Divinidad de Jesucristo, Dios verdadero de Dios verdadero (según la categórica formulación del Concilio de Nicea). Con más soberbia que humildad y con más politiqueo que objetividad, no faltaron jerarcas y satélites que, para defender las propias posiciones, se esforzaron en convertir al cristianismo en lo que hoy llamaríamos una “ideología” al ras del suelo; ello llevó a dividir a la Cristiandad en dos corrientes diametralmente opuestas en la interpretación de lo que debiera ser el esencial lazo de unión, echando así en saco roto la oración del mismísimo Jesucristo: “Que todos sean uno como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn. 17, 21).
Que no pocos que se llaman cristianos siguen sin tomarse en serio la plena Divinidad de Jesucristo y, en consecuencia, no se diferencian gran cosa de cuantos no pasan de considerar a nuestro Hermano Mayor como un hombre más o menos especial, lo demuestran tantas divisiones más por cuestiones de forma o conveniencia política que por respuesta directa a la propia conciencia; claro que es una desvaída forma de entender el auténtico Cristianismo y que en ello, cabe no poca responsabilidad a teorizantes paniaguados, filósofos e ilustrados (desde los cartesianos hasta los mil y uno voceros del no escandalizar con “viejos misterios”) que, durante los últimos siglos se han ocupado en prolongar la sombra del Arrianismo (una seudo fe cristiana sin Jesucristo, Dios Vivo) sea por inercia intelectual, interés de secta o simple ignorancia de cuál es el meollo de nuestra fe: Coeterno con el Padre y el Espíritu Santo, el Hijo, Dios verdadero de Dios verdadero, se hizo hombre para redimirnos en inigualables muestras de Amor y Libertad; como prueba fehaciente nos dejó la extraordinaria realidad de una vida, en la que, para mostrarnos el Camino, la Verdad y la Vida, todo lo hizo bien hasta, no comprendido por los poderes de la tierra, morir en muerte de Cruz y resucitar como prueba de ser Dios omnipotente y eterno, principio y fin de todas las cosas.
Tal es la irrenunciable verdad del Cristianismo y cristianos son los que la aceptan como artículo de fe y guía de la propia vida para “resucitar con Él”. ¿No es eso lo que nos dejó muy claro San Pablo con palabras elocuentes por sí mismas? “Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe” (I Cor. 15, 14).
El dejar esa verdad en un vergonzante claro-obscuro es una forma de contemporizar con la persistente sombra del viejo arrianismo.

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