lunes, 25 de abril de 2011

TODO LO HIZO BIEN Y RESUCITO

Pues claro que sí: “Todo lo hizo bien” (Mc 7,37) y, cumplida su misión en la Tierra, sufrió y murió por todos nosotros en cruz y resucitó ¿Qué otra cosa cabía esperar del Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero?
Nos lo recuerda SS Benedicto XVI, su delegado en la Tierra como legítimo sucesor del apóstol Pedro:
La resurrección de Cristo no es fruto de una especulación, de una experiencia mística. Es un acontecimiento que sobrepasa ciertamente la historia, pero que sucede en un momento preciso de la historia dejando en ella una huella indeleble. La luz que deslumbró a los guardias encargados de vigilar el sepulcro de Jesús ha atravesado el tiempo y el espacio. Es una luz diferente, divina, que ha roto las tinieblas de la muerte y ha traído al mundo el esplendor de Dios, el esplendor de la Verdad y del Bien.
Así como en primavera los rayos del sol hacen brotar y abrir las yemas en las ramas de los árboles, así también la irradiación que surge de la resurrección de Cristo da fuerza y significado a toda esperanza humana, a toda expectativa, deseo, proyecto. Por eso, todo el universo se alegra hoy, al estar incluido en la primavera de la humanidad, que se hace intérprete del callado himno de alabanza de la creación. El aleluya pascual, que resuena en la Iglesia peregrina en el mundo, expresa la exultación silenciosa del universo y, sobre todo, el anhelo de toda alma humana sinceramente abierta a Dios, más aún, agradecida por su infinita bondad, belleza y verdad
.
Efectivamente: la muerte y la resurrección de Jesucristo son el fundamento y el punto de partida del Cristianismo, tal como Él mismo, que siempre dijo verdad, lo expresó sin rodeos: «Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y quien vive y cree en mí no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26). El peso de tal verdad le hizo decir al Apóstol Pablo: “Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe” (1 Cor 15,14).
Es así como todos nosotros, por Él y con Él, estamos llamados a vivir para siempre; en consecuencia, ¿dónde está, muerte, tu victoria? (I Cor. 15,55

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